miércoles, 23 de septiembre de 2009

Desenfrenado amor en la casita del lago


Imágen tomada de la Red (merimss.lacoctelera.net...0601hagamos-amor)
*


Seis tonos y al fin, la voz de Marta.

–¿Sí…?
–Hola, princesa, ¿te va bien a las siete?
–Hola, Nino ¿Tan tarde?
–He de pasar por el despacho a las seis para recoger unos planos que me son precisos, pero si te parece…
–No, no. Sólo lo dije por la cena. Por si se nos hace tarde.
–Ah, no te preocupes. Tengo una mesa reservada para las nueve y media en el restaurante Los Cisnes que tanto te gusta.
–Eres un encanto, mmmm… estás en todo.
–Pues quedamos a las siete. Te haré una llamada al móvil y bajas ¿vale?
-Sí, tesoro.

Marta era una mujer joven, 35 años, de cara aniñada y un cuerpo escultural; se había enamorado de José Luís, un hombre en esa edad en que la juventud palidece pero se compensa con la personalidad que otorgan los años. Arquitecto de profesión ya se le adjudicaban las obras más comprometidas aunque sólo fuera por prestigiarlas con su nombre.

Su dedicación al trabajo le consumía todas las horas del día y parte de la noche y, con su fortuna que se duplicaba constantemente, se permitía conseguir cualquier deseo, desde la propia mujer con la que se casó por una apuesta, hasta el derecho de pernada para pasar la noche de boda con la novia de un empleado suyo. Todo tenía su precio, decía, y no dudaba en pagarlo por alto que fuera para satisfacer su capricho.

Pero con Marta era otra cosa, no amor precisamente, pero afirmaba que esa mujer le había envenenado los sentidos, y no le importaba, era la válvula de escape que le mantenía al margen de su vida pública.

Para sus noches de amor había alquilado una hermosa casita con embarcadero, junto al embalse de Entrepeñas, en pleno bosque. Una lindeza. Dos o tres días al mes no se podía encontrar a José Luís porque se desconectaba del mundo para vivir con Marta las horas más felices de su vida. Nadie reconocería al famoso arquitecto recitando versos a su amada al pie de un sauce junto al lago, o riendo a mandíbula batiente las gracias de Marta que no hubiera despertado la sonrisa de un chiquillo.

–Si me olvidas creo que me arrojo al pantano, no lo soportaría, cielo –le decía Marta aparentando en su rostro la angustia que tal pensamiento le reportaba.
–Y si no te olvido, el desahuciado seré yo porque ya no se vivir sin tu aliento –respondía José Luís seguro de que no le convenía su empecinamiento por los encantos de Marta.
–¿No sabrías vivir sin estos bomboncitos que te vuelven loco? –Decía rozándose las protuberancias de los pezones erectos bajo la seda de su blusa.
–¿Quieres uno? -le incitaba con picardía.

Conocía bien las debilidades de Jos, y cómo explotarlas para conseguir cuanto quería. Sin embargo, no todo era interés por su bienestar social, los regalos, su dinero… Le gustaba, le tenía afecto y en las horas de amor le amaba, sí, era un hombre fogoso, un semental, y ella, toda fuego; una mujer nacida para Afrodita, una diosa plena de dulzura y bacante para cualquier orgía.

A las siete en punto José Luís llamaba por el móvil.

–¿Bajas? Estoy frente a tu casa – dijo al responder.
–En seguida, cariño.

Y al minuto siguiente ya estaba instalada en el asiento del Jaguar.

–Uf, estoy nerviosa, siempre me ocurre cuando has de venir.
– ¿Por qué, princesa?
– Por la ilusión de verte, amor, –lanzando un beso al aire para no mancharle los labios de carmín – por estar juntos. Siento siempre la misma sensación del primer día. ¡Ay, te quiero tanto…!
–Mi princesa, seguro que la ilusión mía aun es mayor –respondió José Luís agradeciendo sus palabras. Fuera verdad o mentira todo lo que alimentaba su egolatría le llenaba de satisfacción.

Cenaron en la terraza del restaurante. Las noches aun eran templadas a finales de agosto y el enorme
embalse, casi un mar bañando la luna, invitaba a la pareja al más puro romanticismo.

Entrelazadas sus manos, los ojos devolvían la mirada envuelta en la dulzura del deseo y brincaba el corazón en cada roce de los pies desnudos de Marta entre la piernas de José Luís.

– ¿Nos vamos? No aguanto más, Nino. – “Nino” era el adjetivo más cariñoso que le dedicaba cuando deseaba ser escuchada.

Minutos antes de las diez dejaban la carretera para adentrarse por un camino sin asfaltar. A poco más de dos kilómetros apareció la casita del bosque, cercada por un gran muro de piedra en tres de sus cuatro costados, el cuarto miraba al pantano desde el alto donde se había construido, y una gran terraza suspendida, le otorgaba una visión extraordinaria del paisaje.

Se abrió la verja al pulsar el telemando y el coche rodó con suavidad por el pasillo de grava hasta la puerta. A Marta le parecía un sueño, le gustaría quedarse allí para siempre junto al hombre que la cubría de atenciones y que en amor no era remiso.

Dos escalones, el porche, “tequieros” temblorosos y unos primeros besos en la penumbra. Ya en el interior encendieron las luces del salón amueblado con magnificencia y buen gusto.

–Ponte cómoda, princesa, y dime si te gusta lo que hay en el vestidor.
–Ayayay… seguro que es alguna sorpresita de las tuyas.

En tanto volvía, preparó dos copas y abrió una botella de Möet Chandón, atenuó las luces e hizo sonar en el equipo de música el Bolero de Rabel. Giró ligeramente el butacón donde se había sentado y esperaba ver aparecer a Marta por la salida del pasillo. No pudo reprimir un ¡oh! de admiración ante la belleza de aquel cuerpo envuelto en tul. Bajo el salto de cama la piel resplandecía más que la gargantilla de esmeraldas en su cuello, o el brazalete de brillantes en el tobillo.

–Eres una diosa, Marta ¿De dónde habrás llegado a la tierra? No sé si sueño o es realidad que soy el más afortunado de todos los hombres tan sólo en contemplarte –le susurraba convencido de expresar lo que sentía – Por nuestro amor, princesa, diosa del Olimpo – añadió al hacer sonar las dos copas en un brindis de ilusión.

–Querido, querido. Soy tuya, no sueñas ¿es qué no percibes el sabor de mis besos?

Y sus labios entreabiertos volvieron a encontrarse sintiendo la ansiedad por poseerse. Marta, incapaz de reprimirse, jadeaba excitando más la virilidad de José Luís, que no cejaba en acariciar su piel. Ora la espalda, ora su cuello, sus senos, sus nalgas. Todo su cuerpo en sus manos y, en el alma, el mayor amor del mundo en esos momentos.

–Ven, vamos, ya te dije en el restaurante que no aguantaba más, y ahora, ya no resisto, Nino.

Y entre besos y caricias llegaron al dormitorio. Él, se desvistió en segundos. Ella, esperaba tendida en el lecho ser liberada de la lencería por sus manos, sabía cuanto incrementaba su libido si con cada prenda sustraída serpenteaba su cuerpo ofrecido al hombre que la amaba.

Con exquisita dulzura paseaba sus labios la piel rosada, en tanto que sus dedos prolongaban la caricia descubriendo su flaqueza. Y volvieron los besos a recorrer perfiles, recovecos y vertientes, sus costados, su vientre…

Marta, sin dar tregua al vaivén de sus caderas, sentía cómo la lengua del hombre humedecía su entrepierna consiguiendo estremecerla. Al fin, posada en su hendidura, gritó arqueando la espalda en la gloria indescriptible del dios Eros.

–Espera, cielo, espera. Que se prolongue el éxtasis que nos embarga. ¿No olvidas algo?
– ¿Qué?
–Los pañuelos, mis muñecas. Me gusta sentirme indefensa entre tus brazos.
–Eres única. ¡Que mujer! También por eso te deseo tanto, hembra en celo que en mí se satisface, –murmuraba mientras con las prendas de lencería ataba sus muñecas a las esquinas de la cama.
–Los pies, también los pies, mis piernas abiertas, separadas dejando a tu hombría el paso libre.

José Luís apenas atinaba en anudar las sedas a las muñecas y pies de Marta. Cuando lo hizo la miró con los ojos entornados reflejando en su rostro la lujuria que lo poseía. Ésta era tal, que deseaba atenazar su cuello, ceñir entre sus dedos la belleza de aquel rostro sintiéndose dueño de su vida. La envolvió con sus besos, absorbió sus esencias vaginales y la cubrió con su cuerpo arremetiendo una y otra vez hasta proferir un grito prolongado más allá del orgasmo.


***



A los dos días se denunció la desaparición del famoso arquitecto don José Luís Gordon. Eran normales sus ausencias pero nunca su silencio. Se debía a sus múltiples compromisos y no podía permitirse la libertad de no dar señales de vida más allá de veinticuatro horas. Le vieron por última vez el lunes por la tarde y el miércoles se dio parte a la policía, al día siguiente en la primera página de todos los periódicos se anunciaba su desaparición, incluso, dejando entrever un posible secuestro. La noticia siguió siendo de interés durante los días siguientes en tanto no se tenía pista alguna sobre su extraña desaparición.

A la semana justa, en la casita de alquiler junto al pantano de Entrepeñas, donde José Luís y Marta gozaron por última vez sus horas de amor, irrumpía la policía no dando crédito a sus ojos ante la escena que contemplaban horrorizados.


……………………………



Han pasado tres meses y en un psiquiátrico de la provincia, una joven mujer, lívido el rostro y enormes ojeras, se halla en el jardín sentada en una silla de ruedas, con la mente vacía y la mirada perdida en una sola imagen. Sobre ella, envuelto en un hedor nauseabundo, yacía el cadáver descompuesto de un hombre, por cuyos orificios nasales, boca y ojos, asomaban los gusanos alimentados por la carne putrefacta, en tanto que persistía en sus oídos un desgarrado grito, mezcla de placer y muerte.
__________.__________



Carlos Serra