lunes, 29 de diciembre de 2008

EL RATONCITO KOKI EN EL BOSQUE

Cuento infantil
Serie de tres cuentos
(3/3)


¡Hola! ¿Quién me está leyendo? ¿Un niño, una niña, o el papá o la mamá? Pues si os parece bien, os contaré una nueva aventura de Koki. Tú pones la voz, y yo que soy el cuento, las letras ordenadas una detrás de otra para que todos podamos enterarnos de esta historia.

Primero diré para el que no lo sepa que Koki es el dibujo de un ratoncito gordinflón que hizo una niña llamada Mina, y lo dibujó tan perfecto que se transformó en uno de verdad y vivía en las páginas del cuaderno. Cuando se abría allí estaba Koki igual que lo dibujó Mina, pero al cerrarlo se escapaba de su página y se iba a otras donde había más dibujos de animalitos que eran sus amigos y compañeros de juego. También se encontraban todos los juguetes que os podéis imaginar y muchas cosas más. Un pony, un tren, un prado con una vaca y... un bosque.

¡Un bosque! Que excursión tan estupenda podría hacer Koki.

Eso mismo pensó él, y un día decidió ir por si descubría algo que no conocía.
Se levantó temprano, se aseó como cada mañana sin descuidar cepillar bien la colita y peinarse los pelitos del bigote. Tomó un buen trozo de queso del que siempre le tenía dibujado Mina e inició la excursión al bosque que estaba casi al final del cuaderno.

En la página 16 se cruzó con Tina y Tino, dos hermanitos de 6 y 8 años que con sus carteras repletas de libros iban a la escuela. Como ya le conocían le saludaron contentos de verle.

- Buenos días, Koki. ¿Adónde vas tan temprano?

- Buenos días, contestó –Voy de excursión al bosque.

- ¡Uy! Ve con precaución porque se cuenta que es peligroso. Dicen que hay animales salvajes, ya sabes, que no están domesticados.

- ¡Caramba! – exclamó Koki – no había pensado en ello. Gracias por el aviso. Iré con cuidado y no me adentraré mucho.

Con este propósito siguió su camino, diciéndose que sólo llegaría hasta donde le pareciera seguro.

Pasó por las paginas 17, 18, 19 y 20, admirando cuanto en ellas había dibujado. Una playa, un puentecito sobre un río, en el que pescaba el señor Andrés que también le saludó al pasar.

- Adiós, Koki.

- Adiós, señor Andrés.

Así llegó a la número 21 donde divisó el bosque. Vio desde lejos muchos árboles diferentes, pinos y abetos como los de Navidad pero muy grandes, más altos que una casa.

Cuando entró en él, se sentó sobre una piedra para descansar y comerse el trozo de queso, porque tenía mucha hambre después de andar tanto. Además, no sé si sabéis que Koki era muy glotón y por eso estaba tan gordito.

No bien hubo terminado, pasó por allí otro ratoncito con una carretilla de piedrecitas y... ¡Atención! ¿A que no sabéis quien era? ¡Sorpresa, sorpresa! Nada más y nada menos que el ratoncito Pérez.

- ¡Hola! ¿Qué haces aquí y como te llamas?

Le preguntó extrañado porque al bosque nunca iba nadie.

- Me llamo Koki y he venido a ver el bosque. ¿Y tú, quien eres?

- Yo soy el ratoncito Pérez –dijo muy ufano por ser quien era.

- ¿El ratoncito Pérez? ¿Y a que te dedicas? ¿Transportas piedrecitas? ¿Para que las quieres?

Este, muy sorprendido le preguntó.

- ¿Es que no me conoces?

- Es la primera vez que te veo.- contestó Koki.

- Eso no importa porque nadie me ha visto nunca pero todo el mundo sabe quien soy, sobre todo los niños. Bueno, tú como eres un ratón, a lo mejor... será por eso.
- ¿Y porque eres tan famoso?– quiso saber Koki.

- Porque todas las noches del año visito a los niños que se les cae un dientecito, y les dejo un regalo o una monedita bajo la almohada. ¿Ves? Esto no son piedrecitas sino los dientecitos que recojo.

- ¡Que montón! – dijo asombrado Koki - ¿Y a todos los niños buenos les dejas un regalo?

- Si, a todos. A los buenos y también a los no tan buenos, aunque alguna vez puede que me descuide de alguno porque tengo tanto trabajo... y entonces me quedo muy triste ¿sabes?

- ¡Anda! ¿A los niños malos también? –preguntó extrañado Koki- ¿Por qué?

Y el ratoncito Pérez que lo sabía casi todo le respondió muy convencido.

- No hay niños malos del todo y los que son un poco, si los tratas como si fueran muy buenos a lo mejor dejan de ser malos.

- ¡Ah...!

Koki no lo entendía muy bien pero pensó que si Pérez lo decía debía ser verdad. El tenía entendido que al malo se le castigaba.

- Bueno, me voy –dijo despidiéndose.

- Adiós. Ten cuidado de no perderte en el bosque –y le recomendó una senda para acortar camino.

Pero... amiguitos que me leéis ¿sabéis que ocurrió? Que cuando llegó al primer cruce de caminos no recordaba cual debía tomar y equivocadamente eligió el que no era.
Llevaba un buen rato andando cuando se dio cuenta que se había perdido. No sabía donde estaba y comenzó a inquietarse. Por más que intentó hallar el apropiado no lo encontraba. Siempre le parecía que escogía el que no era.

Pero queridos niños que escucháis el cuento, he de deciros que no os preocupéis, porque el final de esta historia es feliz, aunque Koki no lo sabía y estaba muy asustado. Las patitas le temblaban de miedo porque había visto un gato enorme, tan grande como un perro muy, muy grande, que le miraba con cara de pocos amigos.

Los ojos muy abiertos brillaban como dos luces rojas. Tenía los pelos de punta y las uñas largas, largas. Los dientes tan grandes como el lobo del cuento de Caperucita.
Koki pensó que no tenía por donde escapar y creyó que sería mejor disimular el miedo que sentía, de modo que aparentando ser muy valiente le preguntó.

- Oye, gato grande ¿me puedes indicar por donde se sale del bosque?

- Miiiiaaauuu –maulló tan fuerte que temblaron todos los árboles próximos, y por supuesto, quien más tembló fue Koki- ¿No sabes que soy un gato salvaje y como ratones? –dijo relamiéndose ya sus bigotes pensando en lo rico que estaría el ratoncito tan gordito.

- No te atreverás –le contestó intentando que no descubriese su temor- además, soy un dibujo.

- ¡Ja, ja, ja! Un dibujo –dijo sin creérselo- de todos modos seas lo que seas estás muy gordito y seguro que muy apetitoso.

Y sin decir nada más dio un salto enorme para coger a Koki. Pobre ratoncito ¡si lo hubierais visto correr! Esquivaba como podía los asaltos del enorme gato y gracias a que era mucho más pequeño consiguió meterse en un tronco hueco que había junto al camino. Por más que lo intentaba el gato salvaje no lograba entrar del todo para alcanzar a Koki, pero sí que pudo introducir la cabeza y parte del cuerpo, de tal modo, que allí se quedó atorado. No podía introducirse más y tampoco podía salir, mientras que a Koki le fue fácil hacerlo por el otro extremo del tronco y así logró escapar de las garras del enorme gato malo.

- Adiós gato feo. Me has dado un gran susto pero ya has visto que he sido más listo que tú.

- ¡Miauuu! –dijo esta vez lastimero- no me dejes aquí por favor. No puedo salir.
Era verdad que le costaría mucho librarse de aquel tronco, y a lo mejor no podría salir nunca -iba pensando Koki mientras se alejaba.

- Ratoncitooo –oyó que gritaba el gato- porfa no me dejes. Miauuu, miauuu...
Eran tan suplicantes sus maullidos que Koki decidió volver y ayudarle a librarse del tronco.

- Pero prométeme que no me harás daño -le dijo muy serio.

- Te lo prometo gordinflón. Palabra de gato salvaje.

No sé si sabéis que los ratones son roedores, o sea, que con sus dientecillos son capaces de desmenuzar una madera, como vosotros haríais con una tableta de chocolate.

Así pues que comenzó a roer el tronco mientras pensaba que si el gato no cumplía su palabra lo iba a pasar mal, pero entonces ya pensaría como escapar. Ahora, lo primero era salvar de su encierro al gato grande.

Fue tan deprisa en roer el tronco que en pocos minutos quedó libre y entre avergonzado y agradecido dijo a Koki.

- A partir de hoy me haré vegetariano y si quieres seré tu amigo. Te ruego que me perdones ratoncito.

- No tiene importancia –repondió muy contento- por cierto, me llamo Koki –y le dio la manita en señal de amistad- ¿Y tú?

- Yo, Montés –contestó al tiempo que se prometían amistad con un apretón de sus manitas, la del gato, claro, más grande.

Y bien amiguitos, esta historia termina cuando los dos se despedían en la orilla del bosque a donde Montés, el gato grande acompañó a Koki.

Mientras iba pasando páginas camino de la suya, el ratoncito Koki pensaba en cuanta razón tenía su colega el ratoncito Pérez. Los malos son menos malos si los tratas como buenos.

¡Vaya un día de excursión que pasó nuestro querido el ratoncito Koki!



Chupé ¿verdad?
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Carlos Serra Ramos

viernes, 14 de noviembre de 2008

POR UNA ACEITUNA





Oscar algo amedrentado saluda al anciano de barba blanca que se levanta de su asiento para recibirle.

-Siéntate, hermano.

-Gracias, le agradezco su amabilidad porque estoy algo nervioso.

-No te has de preocupar por nada, y apéame el tratamiento por favor, aquí no es necesario y te expresarás con mayor tranquilidad. Soy todo oídos.

-Pues verá... verás. Este mediodía entré en una cafetería con el deseo de tomar una cerveza y unas aceitunas, no había nadie y la joven camarera vino solícita a servirme.

-Caballero ¿Qué le pongo?

–Una copa de buen vino y unas aceitunas, por favor.

–El buen vino sí pero las aceitunas me temo que no podrá ser. Serví las últimas al cliente que se acaba de marchar.

–Pues… quizá… ¿unos calamares a la romana?

–Enseguida, señor
–Y fue a la pequeña cocina del bar a prepararlos.

- ¡Calamares! ¿Qué tenían qué ver los calamares con las aceitunas? –Pensé – Además, estaba contrariado, ya era la tercera vez que entraba en un bar sin poder satisfacer ese deseo ¡No, si cuando me da el antojo...! Y es que si una idea se me mete en la cabeza, me obsesiono. En todo me ocurre igual, parezco un crío, pero el caso es que la boca se me hacía agua al recordar su sabor.

-Deberíamos reprimir los deseos excesivos, pero… continúa Oscar.

-Míralo –me dije – aún está ahí el servicio del afortunado que se comió las últimas, la jarra de cerveza y el platito ovalado blanco y vacío ¡Cómo habrá disfrutado el amigo! –Pensaba con envidia mientras lo remiraba y añadí entre dientes exagerando –Si ahora mismo me dejara llevar por el deseo daría hasta la vida por una aceituna; da lo mismo verde o negra, arbequina o de aragón.

–Ciertamente ya era un antojo desmedido ¡vaya que sí! –le interrumpe su interlocutor.

–Llegué al extremo de apartar la jarra por si hubiera caído alguna sobre el mostrador. Además, las aceitunas me despiertan el recuerdo de Rosana. Ella era la causante de mi pasión por el sabroso fruto y decidí llamarla para volver a vernos esa misma noche. Claro está que le pregunté si tenía.

–Tranquilo, toda una colección. Terminaremos con ellas en la terraza entre beso y beso…

–Sí, por favor, que acabo de decir que hasta la vida daba ahora mismo por una oliva.
Ella soltó una risita.

–Pues imagínalas mezcladas con nuestros… sabores…
–me respondió en tanto reíamos los dos.

-Una gran velada a la vista, no cabe duda. Pero, sigue, sigue –insta el anciano a Oscar que disfruta con el recuerdo.

–Ya poco más tengo que contarte - entorné los párpados memorando el placer de degustarlas con tal miscelánea de sabores- verás, al abrir los ojos descubrí en el extremo del platito… ¡una aceituna! Y Sevillana, con su vestido de manzana y el brillo de su piel jugosa. Provocándome.

Qué hermosa se mostraba luciendo su rabito. Era un pecado dejarla. Había aparecido como por arte de encantamiento y no pude contenerme. Miré a la joven que seguía en la cocina preparando los calamares y sin rubor estiré el brazo y tomé el deseado manjar.

Mientras la paladeaba, exacerbado el sentido del gusto, crecieron las ansias de ver a Rosana sin esperar a la noche. Dejé sobre el mostrador un billete de cinco euros y abandoné el establecimiento sin reparar en nada.

Y aquí me tienes, Pedro –ya que quieres que prescinda del tratamiento –no me apercibí del coche que se me vino encima y el resto bien lo sabes. De no haber sido por la dichosa aceituna…


Carlos Serra
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jueves, 13 de noviembre de 2008

DESPEÑAPERROS

Novela de 174 páginas (en edición)
Clicar en la imágen para leer resumen.
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Dos breves tramos de los capítulos 5 y 6


...En la semipenumbra, su rostro cobraba una belleza irreal que abrumaba mis sentidos. Creo que en ese instante me enamoré renunciando a cualquier otro placer que no fuera el placer de estar con ella. La tomé por el talle, la atraje a mi pecho y bebí de sus labios entreabiertos nuestro primer beso sellando la sentencia de ser tan sólo suyo.»
Revivía aquella noche sufriendo por un amor que se le antojaba imposible. Ese recuerdo y la ilusión perdida por no estar con Laura le hicieron cambiar de idea. En vez de cerrar el televisor se dirigió a la pequeña caja fuerte, buscó bajo los documentos y tomó un DVD en cuya funda se leía: Laura.
Lo insertó en el video, y en el televisor apareció a los pocos segundos la imagen de ambos en su alcoba. Sabía que fue inmoral grabar la escena, y lo era más, no haberla destruido, pero en cada ocasión que lo intentó se detenía por no renunciar a lo que tomaba como totalmente suyo de la mujer que amaba. –Pero claro que el amor de entonces no era el que hoy sentía. –se justificó.
Se sentó en el sofá manejando el mando a distancia para recrearse en las secuencias que más daño le hacían. Besos en racimo corrían centímetro a centímetro la piel rosada, el cuello, las axilas, los senos y otra vez sus bocas. Conocía bien los puntos más erógenos de la mujer y abundaba en las caricias elevando la libido de Laura. «No digas nada y siente, siente tan sólo la caricia de mis manos, el roce de los labios y el calor de nuestros cuerpos que se funden sólo en uno. Tú eres yo, y yo soy tú. Amor, amor…»
Jadeaban ambos sobre el lecho desbordando su pasión, y en el sofá, jadeaba Javier en tanto que de sus ojos manaban unas lágrimas.
Media vuelta sobre sí, y ella, parecía una diosa dominando entre sus piernas el cuerpo del hombre sometido a su placer. «Así, así… Ay, Javier, te quiero, sí, te quiero y soy tuya, tuya… Solamente tuya en cuerpo y alma.» No quiso, no pudo seguir presenciando las imágenes que sólo le producían dolor...
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Del capítulo 6
ZEUS Y SEMELE


Le despertó el fuerte ruido de la lluvia que resonaba sobre el vehículo como si soportara las cataratas del Niágara. Llovía intensamente, era uno de esos aguaceros de los que se dice que se desborda el cielo. En los primeros momentos dudaba si sufría una pesadilla, llegó a pensar si se hallaba sumergido bajo el agua. Este pensamiento le despertó la lucidez de inmediato.
– ¡El río! –Exclamó en voz alta. –Ese riachuelo, que tras cruzarlo detuve el coche seguramente habrá creciendo peligrosamente si es que llueve desde que me dormí.
En efecto, se percató de que el piso estaba cubierto por el agua que había superado el chasis pero los cristales empañados y la cortina de lluvia no le permitían ver absolutamente nada ni con todas las luces encendidas. Puso el motor en marcha para conectar el calefactor y caldear el interior del coche, sus ropas de abrigo no habían bastado y se encontraba adherido de frío.
Bajó la ventanilla y se alarmó al descubrir que la corriente cubría los ejes de las ruedas. No se paró a comprobar si procedía del río o del leve desnivel del camino. Tenía que escapar de allí como fuera, era un gran riesgo quedarse pero, también consideraba que si el desnivel de la carretera no le favorecía podía meterse en cualquier depresión, una zanja, o a saber que cosa obligándole a abandonar el coche que era su único refugio.
Con lo poco que alcanzaba a ver le parecía estar en el mismo cauce del río, y no dudó, vigilaría el nivel del agua pensando que aún apuraría medio palmo más de altura aunque se anegara el interior.
Los árboles marcaban más o menos los lindes de la calzada y circulando a una distancia equidistante entre ellos podría alejarse aunque la visibilidad al frente fuera nula. Metió la primera marcha y levantó la palanca del embrague muy despacio. Un leve patinazo le advirtió del firme resbaladizo – ¡Ay, Dios, aquí me quedo! –dijo próximo al desánimo. Lo intentó de nuevo acrecentando el cuidado en el juego del embrague y la tracción respondió esta vez avanzando tan lentamente que parecía no moverse, era navegar más que rodar y le rogaba al coche cómo si éste pudiera escucharle, que no se detuviera. –Sácame de aquí amigo mío, que tú puedes, compañero. –Oír su voz era no estar solo.
Unos metros más adelante notó que el motor pedía más gas –Subo –se dijo –No sé por donde voy pero al menos estaré a salvo del río. Cincuenta metros más ganando altura y en el camino disminuyó el nivel del agua, suspiró aliviado pero seguía circulando a ciegas aunque más confiado.
Poco había de durarle su incipiente optimismo porque volvió a patinar al tiempo que coleaba deslizándose a la derecha. Giró el volante, aceleró, frenó e hizo cuanto sabía para enderezar la dirección del coche pero fue inútil. Al fin se detuvo con un golpe seco en el bastidor quedando ligeramente inclinado.
–Un bache, lo que temía. ¿Qué más me va a pasar esta maldita noche? –Seguía lloviendo intensamente pero no reparó en salir para averiguar que había sucedido. La rueda delantera derecha se hallaba hundida hasta el eje en el surco que hacía de cuneta. – ¡Nooo…! –Gritó con desespero, tan fuerte y prolongado como permitió el aire de sus pulmones. Cuando el vértigo de la altura despertaba su acrofobia cruzando grandes puertos la combatía gritando si estaba solo.
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martes, 11 de noviembre de 2008

EL JURAMENTO DE DON ANTONIO PIÑEIRO


Novela de 150 páginas cuya acción transcurre en una pequeña aldea de Galicia y en la que el protagonista vive sucesos de difícil explicación.
Se insertan dos breves tramos de los capítulos 5 y 7
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(Dos ediciones, ambas agotadas)
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... - ¡Carmiña, Carmiña! Encontraras un joven que se enamorará de ti, y tú de él, aquí o allá, y verás que la vida es para vivirla con ilusión pero, entretanto, no te aflijas. –Y sin medir bien mis palabras dejé escapar mis sentimientos, agregando -Si yo fuera uno de esos mozos que viven aquí... o tu habitaras en mi ciudad... -no podía contenerme y me entusiasmaba prendido en sus pupilas. Su boca se me antojaba diseñada por los dioses guardando en su interior tósigos de meigas para encender el amor. Los labios, corazón abierto con vida propia que podían robarte tu propia vida. ¿Cómo sería un beso de aquella sílfide? Incapaz de seguir hablando notaba como mi pulso se aceleraba y se me entrecortaba la voz. También ella debió notarlo y correspondía acompasando su respiración al ritmo de la mía.
Sin meditar las consecuencias que no me importaban en aquel momento, di rienda suelta a mis deseos y aproximándome más a ella, le dije -¿Me dejas?- mientras tomaba su trenza y la descomponía hasta que su mata de pelo quedó suelto, ondulante tras su espalda. Parecía una virgen, o una bacante, o ambas a la vez para mi anhelo. Un rostro frente al otro, tan cerca, que podía ver en sus pupilas mis propios ojos codiciosos. La fantasía de mis jóvenes años se me desbordaba y le hubiera compuesto mil poemas en aquel instante.
Penetró en mi ser con su mirada unos segundos antes de entornar los párpados, movió imperceptiblemente los labios en ofrenda a mi deseo y... me fundí con ella. No encuentro otra expresión para evocar ese recuerdo. Uno sólo de dos cuerpos, una sola de dos almas. En tanto duró aquel beso… conocí el Cielo.
Regresábamos a la aldea avanzada la tarde. Caminábamos cogidos de la mano por el arcén de la carretera, ella a mi derecha, a mi izquierda: la bicicleta asida del sillín y en el porta-paquetes los cestos y las truchas.
Como no deseábamos ser vistos y quizás con otra intención que no confesábamos, tomamos a poco una senda que se adentraba en el bosque dando un pequeño rodeo que ofrecía un paisaje encantador, además, ocultaba de miradas indiscretas.
De no estar mi atención presa por Carmiña, hubiera sido un placer contemplar la variedad de su fronda. Pinos, encinas y robles se entremezclaban confundiendo su ramaje y bordeando el arroyo junto al que caminábamos. Una hilera de gigantescos eucaliptos ocultaba el cielo. Como remate, en un propósito de no dejar huecos, las acacias silvestres cubrían los espacios libres a ambos lados del torrente. Nada faltaba, el rumor del agua brincando entre las piedras, el enjambre de gorriones, vencejos, zorzales y pardillos que a esa hora se recogían hendiendo el silencio del lugar con sus alborotados trinos... No cabía más, no podía encontrar mejor marco para cortejar a la joven.
Incapaces de andar cien metros sin detenernos, rivalizábamos por acariciarnos. Sabor a miel eran sus besos y mientras uníamos los labios jugaba con su cabello, cubriéndonos con él los rostros en un intento por relegarnos del entorno, abismados en nosotros mismos.
Mis manos corrían centímetro a centímetro el relieve de su cuerpo notando en la tersura de su carne el temblor que la dominaba. Insignificante frontera las ropas que nos separaban y no obstante, lo mismo hubiera sido un muro, porque el sentimiento que nos embebía a los dos satisfacía nuestros sentidos más allá del placer físico.
- ¿Te acordarás de mí? -me preguntó con tono de súplica- ¿me escribirás?
- ¡Claro que te recordaré! Y te escribiré a menudo.
- Sí, pero...
Algo quería añadir comprometiendo nuestra relación, y para evitarlo, la interrumpí...
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La lluvia había refrescado el ambiente y me apetecía más que otras veces ir a dormir, era muy agradable cobijarse con mantas en pleno verano si la noche era fresquita. Cuando terminé de cenar, pasé por el escritorio de la funeraria a recoger la novela que leía. Di un último vistazo al depósito, me aseguré de que las ventanas de la planta baja y la puerta de la casa estuviesen cerradas por si volvía a llover y subí a mi “alcoba” un poco a tientas porque ya oscurecía.
Un quinqué de aceite o una vela me prestaba la luz que precisaba para desvestirme y leer un rato antes de dormir. Esa noche como todas, cerré el libro sobre las once, cuando las letras empezaban a bailar ante mis ojos pero, sobre la una desperté porque algo me inquietaba y no era capaz de mantener la postura más de diez minutos seguidos.
Adormilado aún, percibía sonidos que no eran los habituales de la contracción de la madera a los que ya me había acostumbrado. Unos leves ruidos, un intermitente plaf, plaf, resonaba en las paredes sin la intensidad suficiente para despertarme del todo. Luego, un mínimo roce próximo a mi oído, después una ligera presión en mi cuerpo ejercida sobre las mantas. Todo tan suave, tan liviano que, si bien no bastaba para sobresaltarme y recobrar la lucidez, sí me impedía recobrar el sueño profundo. Sin embargo, los pequeños ruidos se intensificaron en cantidad y por fin me sobresalté cuando los toques sobre la ropa de la cama fueron múltiples.
Tomé conciencia plena y creo que mis orejas se irguieron como las de un perro cuando se pone en guardia. Ya oía con claridad los pequeños chasquidos, ya sentía sobre mí cierto hostigamiento desde los pies hasta los hombros. Noté que un cuerpo se deslizaba al interior del lecho y, tras mi cabeza un movimiento, de inmediato, el contacto de algo que hurgaba en mi cabello. Mi primer impulso fue taparme con las mantas totalmente evitando cualquier resquicio pero una de aquellas cosas había quedado cubierta conmigo profiriendo un agudo chillido cuando con mis movimientos para envolverme, quedó atrapada.
Aún me produce repugnancia recordar el tacto grasiento y peludo de aquel bicho que ignoraba qué podía ser: quizá una rata asquerosa. Por puro reflejo, de un manotazo la arrojé fuera de la cama, me arropé tanto como pude, pensando qué hacer para ahuyentar aquellos seres extraños que me hostigaban. Cada vez estaba más convencido de que eran ratas, por sus chillidos y por el leve peso de sus cuerpos que percibía a través de las mantas.
La situación era sumamente angustiosa. Por momentos aumentaban en número, de forma que tenía la impresión de estar cubierto por ellas. Advertía como intentaban encontrar cualquier descubierto para introducirse entre las sábanas, consiguiéndolo en más de una ocasión y llegando a rozar mis pies o mis costados. A patadas las expulsaba como podía.
El trance no podía prolongarse mucho más y debía encontrar una solución que me librara del asedio. Dudaba. Tapado cabeza y todo empezaba a sentir la falta de oxígeno, sudaban todos los poros de mi piel y me resultaba difícil mantenerme tranquilo y razonar con serenidad. Al fin, opté por deslizarme envuelto con la ropa de la cama, hasta alcanzar la vela y las cerillas que debían estar próximas.
Poco a poco, evitando los movimientos bruscos y procurando no dejar resquicio alguno, llegué hasta el lugar dónde esperaba encontrar lo que buscaba. Saqué la mano, estiré el brazo y lo alcancé. Un arañazo me hizo retirarlo bruscamente, pero tuve tiempo de coger la vela y las cerillas.

LA ENCINA DEL ROQUEDAL



Un corto tramo del capítulo 1º

Mientras sube la calle Mayor camino del Valdés va pensando en visitar a tío Julián. Le intriga la historia de la encina y si es cierto que le pasó lo que cuenta le gustará escucharlo en su propia versión. No puede creer en aparecidos, no, sin embargo, lo que no confiesa a nadie es que la noche que cruzó el cementerio porque se quedó dormido en la iglesia, la ropa no le rozaba la piel del cuerpo, y en un lugar que se supone en silencio, le llegaba con claridad todo tipo de sonidos y murmullos. No pudo saber cómo saltó la tapia de dos metros.
Ahora bien –se decía para disculpar el miedo que sintió –a ver quien se hubiera detenido ante aquella cruz caída.
Se encontraba en el suelo junto a una tumba de mármol rosa y, en su carrera, no la descubrió hasta que tropezó con ella sin poder evitar que uno de sus pies pisara en el cruce mismo de los brazos. Le pareció un sacrilegio y volvió sobre sus pasos para colocarla sobre la lápida. A la luz de una media luna en creciente, aún baja en el horizonte, se alargaban las sombras de los mausoleos, ángeles inmóviles y cipreses contorneando sus relieves. Su argento daba de lleno sobre la losa y pudo leer con claridad “AURORA” y debajo: “20 AÑOS”. Y, por un instante se inhibió del entorno con un pensamiento para la joven repitiendo su nombre –Aurora… que contraste con esos años.
–Pero que horror cuando lo pienso, sentía en la espalda la sensación de que una pluma de ave me acariciaba la columna vertebral y se me puso la carne de gallina. Se movían las ramas de los árboles sin que me pareciese fuese el viento. ¡Cómo deseaba girar la cabeza para comprobar que estaba solo! No obstante, un sexto sentido me gritaba ¡Corre, corre y no mires atrás! Tres, cuatro lucecitas brillaban entre unas matas. Serán luciérnagas –me dije – pero cualquiera se paraba a comprobarlo y otra vez la voz en mis oídos ¡Corre, corre y no mires atrás! Y corrí, ¡madre mía si corrí! ¿Por qué será que en la noche intimida tanto el Campo Santo?
Y así, recordando y discurriendo conjeturas sobre si falso o verdadero el deambular de los espíritus, rebasa ya las últimas casas del pueblo y mira con respeto las puertas y ventanas cerradas. Los patios cubiertos de matorral, muros en ruina y tejas desprendidas de los tejados que denuncian el abandono. Nunca antes había parado cuenta y sabe que también en Benaque, Valdés, Jacamón y en todos los pequeños pueblos o caseríos que conoce en la comarca hay casas que no vive nadie. En cambio, esta tarde se le antojan caserones en cuyo interior quizá se oigan por las noches un arrastrar de cadenas y lamentos.
Doscientos metros más arriba, tras una pronunciada curva que sortea el primer roquedo, aparece a lo lejos la gigantesca encina.
Daniel, que la mira con mayor detenimiento que otras veces en tanto que su respiración se agita, casi duda en seguir o, bajar hasta la rambla por el camino que le recomendó su abuela.

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