jueves, 2 de septiembre de 2010

EL BESO



Cuando el viento del sur sopla saudades, abro las ventanas para que penetre el aire y se llenen mis pulmones del aliento que dejó en mi boca con su beso, un sólo beso, y fue bastante para saber que ya me amaba.
Era noche cerrada y bailaban las estrellas sobre las ondas del mar, y en el horizonte, una tenue claridad anunciaba el despuntar de la Luna; a lo lejos, la luz de las farolas del paseo solo era referencia que medía la distancia. Ella y yo, paseábamos la orilla sin zapatos chapoteando el agua; guardábamos silencio con tanto qué decirnos porque era difícil articular palabra sin descubrir la emoción que nos absorbía.
La tomé de la mano y sentí la presión de sus dedos en la mía en clara complicidad de un deseo compartido. El corazón rendido no pudo negarse a la caricia y me entregó su alma entre ola y ola esparcida por la arena. Agitados los suspiros, crecían sin freno las ansias por sentirnos. De su cuerpo al mío apenas nada, mi ropa y la seda de su vestido; lo mismo hubiera sido un muro porque eran sus ojos manteniendo mis pupilas prisioneras, eran sus hombros, su cuello y su piel en mis mejillas. Ceñí su talle en un abrazo, descansó en mi pecho la cabeza, ascendieron mis manos por su espalda y un ¡te amo! me escapó de la garganta.

Es extraño que pueda el beso derramar el llanto, esculpir en el alma una sentencia o firmar un compromiso, negando que solo sea el dolor causante de las lágrimas. Asomaron de sus ojos dos diamantes, sabor a sal, agua de mar que bañaban nuestros pies descalzos en la playa. Alzó el rostro, me miró, entornó los párpados, me ofreció sus labios entreabiertos y me elevé a la Nada perdida la noción del Universo.
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