viernes, 14 de noviembre de 2008

POR UNA ACEITUNA





Oscar algo amedrentado saluda al anciano de barba blanca que se levanta de su asiento para recibirle.

-Siéntate, hermano.

-Gracias, le agradezco su amabilidad porque estoy algo nervioso.

-No te has de preocupar por nada, y apéame el tratamiento por favor, aquí no es necesario y te expresarás con mayor tranquilidad. Soy todo oídos.

-Pues verá... verás. Este mediodía entré en una cafetería con el deseo de tomar una cerveza y unas aceitunas, no había nadie y la joven camarera vino solícita a servirme.

-Caballero ¿Qué le pongo?

–Una copa de buen vino y unas aceitunas, por favor.

–El buen vino sí pero las aceitunas me temo que no podrá ser. Serví las últimas al cliente que se acaba de marchar.

–Pues… quizá… ¿unos calamares a la romana?

–Enseguida, señor
–Y fue a la pequeña cocina del bar a prepararlos.

- ¡Calamares! ¿Qué tenían qué ver los calamares con las aceitunas? –Pensé – Además, estaba contrariado, ya era la tercera vez que entraba en un bar sin poder satisfacer ese deseo ¡No, si cuando me da el antojo...! Y es que si una idea se me mete en la cabeza, me obsesiono. En todo me ocurre igual, parezco un crío, pero el caso es que la boca se me hacía agua al recordar su sabor.

-Deberíamos reprimir los deseos excesivos, pero… continúa Oscar.

-Míralo –me dije – aún está ahí el servicio del afortunado que se comió las últimas, la jarra de cerveza y el platito ovalado blanco y vacío ¡Cómo habrá disfrutado el amigo! –Pensaba con envidia mientras lo remiraba y añadí entre dientes exagerando –Si ahora mismo me dejara llevar por el deseo daría hasta la vida por una aceituna; da lo mismo verde o negra, arbequina o de aragón.

–Ciertamente ya era un antojo desmedido ¡vaya que sí! –le interrumpe su interlocutor.

–Llegué al extremo de apartar la jarra por si hubiera caído alguna sobre el mostrador. Además, las aceitunas me despiertan el recuerdo de Rosana. Ella era la causante de mi pasión por el sabroso fruto y decidí llamarla para volver a vernos esa misma noche. Claro está que le pregunté si tenía.

–Tranquilo, toda una colección. Terminaremos con ellas en la terraza entre beso y beso…

–Sí, por favor, que acabo de decir que hasta la vida daba ahora mismo por una oliva.
Ella soltó una risita.

–Pues imagínalas mezcladas con nuestros… sabores…
–me respondió en tanto reíamos los dos.

-Una gran velada a la vista, no cabe duda. Pero, sigue, sigue –insta el anciano a Oscar que disfruta con el recuerdo.

–Ya poco más tengo que contarte - entorné los párpados memorando el placer de degustarlas con tal miscelánea de sabores- verás, al abrir los ojos descubrí en el extremo del platito… ¡una aceituna! Y Sevillana, con su vestido de manzana y el brillo de su piel jugosa. Provocándome.

Qué hermosa se mostraba luciendo su rabito. Era un pecado dejarla. Había aparecido como por arte de encantamiento y no pude contenerme. Miré a la joven que seguía en la cocina preparando los calamares y sin rubor estiré el brazo y tomé el deseado manjar.

Mientras la paladeaba, exacerbado el sentido del gusto, crecieron las ansias de ver a Rosana sin esperar a la noche. Dejé sobre el mostrador un billete de cinco euros y abandoné el establecimiento sin reparar en nada.

Y aquí me tienes, Pedro –ya que quieres que prescinda del tratamiento –no me apercibí del coche que se me vino encima y el resto bien lo sabes. De no haber sido por la dichosa aceituna…


Carlos Serra
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jueves, 13 de noviembre de 2008

DESPEÑAPERROS

Novela de 174 páginas (en edición)
Clicar en la imágen para leer resumen.
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Dos breves tramos de los capítulos 5 y 6


...En la semipenumbra, su rostro cobraba una belleza irreal que abrumaba mis sentidos. Creo que en ese instante me enamoré renunciando a cualquier otro placer que no fuera el placer de estar con ella. La tomé por el talle, la atraje a mi pecho y bebí de sus labios entreabiertos nuestro primer beso sellando la sentencia de ser tan sólo suyo.»
Revivía aquella noche sufriendo por un amor que se le antojaba imposible. Ese recuerdo y la ilusión perdida por no estar con Laura le hicieron cambiar de idea. En vez de cerrar el televisor se dirigió a la pequeña caja fuerte, buscó bajo los documentos y tomó un DVD en cuya funda se leía: Laura.
Lo insertó en el video, y en el televisor apareció a los pocos segundos la imagen de ambos en su alcoba. Sabía que fue inmoral grabar la escena, y lo era más, no haberla destruido, pero en cada ocasión que lo intentó se detenía por no renunciar a lo que tomaba como totalmente suyo de la mujer que amaba. –Pero claro que el amor de entonces no era el que hoy sentía. –se justificó.
Se sentó en el sofá manejando el mando a distancia para recrearse en las secuencias que más daño le hacían. Besos en racimo corrían centímetro a centímetro la piel rosada, el cuello, las axilas, los senos y otra vez sus bocas. Conocía bien los puntos más erógenos de la mujer y abundaba en las caricias elevando la libido de Laura. «No digas nada y siente, siente tan sólo la caricia de mis manos, el roce de los labios y el calor de nuestros cuerpos que se funden sólo en uno. Tú eres yo, y yo soy tú. Amor, amor…»
Jadeaban ambos sobre el lecho desbordando su pasión, y en el sofá, jadeaba Javier en tanto que de sus ojos manaban unas lágrimas.
Media vuelta sobre sí, y ella, parecía una diosa dominando entre sus piernas el cuerpo del hombre sometido a su placer. «Así, así… Ay, Javier, te quiero, sí, te quiero y soy tuya, tuya… Solamente tuya en cuerpo y alma.» No quiso, no pudo seguir presenciando las imágenes que sólo le producían dolor...
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Del capítulo 6
ZEUS Y SEMELE


Le despertó el fuerte ruido de la lluvia que resonaba sobre el vehículo como si soportara las cataratas del Niágara. Llovía intensamente, era uno de esos aguaceros de los que se dice que se desborda el cielo. En los primeros momentos dudaba si sufría una pesadilla, llegó a pensar si se hallaba sumergido bajo el agua. Este pensamiento le despertó la lucidez de inmediato.
– ¡El río! –Exclamó en voz alta. –Ese riachuelo, que tras cruzarlo detuve el coche seguramente habrá creciendo peligrosamente si es que llueve desde que me dormí.
En efecto, se percató de que el piso estaba cubierto por el agua que había superado el chasis pero los cristales empañados y la cortina de lluvia no le permitían ver absolutamente nada ni con todas las luces encendidas. Puso el motor en marcha para conectar el calefactor y caldear el interior del coche, sus ropas de abrigo no habían bastado y se encontraba adherido de frío.
Bajó la ventanilla y se alarmó al descubrir que la corriente cubría los ejes de las ruedas. No se paró a comprobar si procedía del río o del leve desnivel del camino. Tenía que escapar de allí como fuera, era un gran riesgo quedarse pero, también consideraba que si el desnivel de la carretera no le favorecía podía meterse en cualquier depresión, una zanja, o a saber que cosa obligándole a abandonar el coche que era su único refugio.
Con lo poco que alcanzaba a ver le parecía estar en el mismo cauce del río, y no dudó, vigilaría el nivel del agua pensando que aún apuraría medio palmo más de altura aunque se anegara el interior.
Los árboles marcaban más o menos los lindes de la calzada y circulando a una distancia equidistante entre ellos podría alejarse aunque la visibilidad al frente fuera nula. Metió la primera marcha y levantó la palanca del embrague muy despacio. Un leve patinazo le advirtió del firme resbaladizo – ¡Ay, Dios, aquí me quedo! –dijo próximo al desánimo. Lo intentó de nuevo acrecentando el cuidado en el juego del embrague y la tracción respondió esta vez avanzando tan lentamente que parecía no moverse, era navegar más que rodar y le rogaba al coche cómo si éste pudiera escucharle, que no se detuviera. –Sácame de aquí amigo mío, que tú puedes, compañero. –Oír su voz era no estar solo.
Unos metros más adelante notó que el motor pedía más gas –Subo –se dijo –No sé por donde voy pero al menos estaré a salvo del río. Cincuenta metros más ganando altura y en el camino disminuyó el nivel del agua, suspiró aliviado pero seguía circulando a ciegas aunque más confiado.
Poco había de durarle su incipiente optimismo porque volvió a patinar al tiempo que coleaba deslizándose a la derecha. Giró el volante, aceleró, frenó e hizo cuanto sabía para enderezar la dirección del coche pero fue inútil. Al fin se detuvo con un golpe seco en el bastidor quedando ligeramente inclinado.
–Un bache, lo que temía. ¿Qué más me va a pasar esta maldita noche? –Seguía lloviendo intensamente pero no reparó en salir para averiguar que había sucedido. La rueda delantera derecha se hallaba hundida hasta el eje en el surco que hacía de cuneta. – ¡Nooo…! –Gritó con desespero, tan fuerte y prolongado como permitió el aire de sus pulmones. Cuando el vértigo de la altura despertaba su acrofobia cruzando grandes puertos la combatía gritando si estaba solo.
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martes, 11 de noviembre de 2008

EL JURAMENTO DE DON ANTONIO PIÑEIRO


Novela de 150 páginas cuya acción transcurre en una pequeña aldea de Galicia y en la que el protagonista vive sucesos de difícil explicación.
Se insertan dos breves tramos de los capítulos 5 y 7
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(Dos ediciones, ambas agotadas)
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... - ¡Carmiña, Carmiña! Encontraras un joven que se enamorará de ti, y tú de él, aquí o allá, y verás que la vida es para vivirla con ilusión pero, entretanto, no te aflijas. –Y sin medir bien mis palabras dejé escapar mis sentimientos, agregando -Si yo fuera uno de esos mozos que viven aquí... o tu habitaras en mi ciudad... -no podía contenerme y me entusiasmaba prendido en sus pupilas. Su boca se me antojaba diseñada por los dioses guardando en su interior tósigos de meigas para encender el amor. Los labios, corazón abierto con vida propia que podían robarte tu propia vida. ¿Cómo sería un beso de aquella sílfide? Incapaz de seguir hablando notaba como mi pulso se aceleraba y se me entrecortaba la voz. También ella debió notarlo y correspondía acompasando su respiración al ritmo de la mía.
Sin meditar las consecuencias que no me importaban en aquel momento, di rienda suelta a mis deseos y aproximándome más a ella, le dije -¿Me dejas?- mientras tomaba su trenza y la descomponía hasta que su mata de pelo quedó suelto, ondulante tras su espalda. Parecía una virgen, o una bacante, o ambas a la vez para mi anhelo. Un rostro frente al otro, tan cerca, que podía ver en sus pupilas mis propios ojos codiciosos. La fantasía de mis jóvenes años se me desbordaba y le hubiera compuesto mil poemas en aquel instante.
Penetró en mi ser con su mirada unos segundos antes de entornar los párpados, movió imperceptiblemente los labios en ofrenda a mi deseo y... me fundí con ella. No encuentro otra expresión para evocar ese recuerdo. Uno sólo de dos cuerpos, una sola de dos almas. En tanto duró aquel beso… conocí el Cielo.
Regresábamos a la aldea avanzada la tarde. Caminábamos cogidos de la mano por el arcén de la carretera, ella a mi derecha, a mi izquierda: la bicicleta asida del sillín y en el porta-paquetes los cestos y las truchas.
Como no deseábamos ser vistos y quizás con otra intención que no confesábamos, tomamos a poco una senda que se adentraba en el bosque dando un pequeño rodeo que ofrecía un paisaje encantador, además, ocultaba de miradas indiscretas.
De no estar mi atención presa por Carmiña, hubiera sido un placer contemplar la variedad de su fronda. Pinos, encinas y robles se entremezclaban confundiendo su ramaje y bordeando el arroyo junto al que caminábamos. Una hilera de gigantescos eucaliptos ocultaba el cielo. Como remate, en un propósito de no dejar huecos, las acacias silvestres cubrían los espacios libres a ambos lados del torrente. Nada faltaba, el rumor del agua brincando entre las piedras, el enjambre de gorriones, vencejos, zorzales y pardillos que a esa hora se recogían hendiendo el silencio del lugar con sus alborotados trinos... No cabía más, no podía encontrar mejor marco para cortejar a la joven.
Incapaces de andar cien metros sin detenernos, rivalizábamos por acariciarnos. Sabor a miel eran sus besos y mientras uníamos los labios jugaba con su cabello, cubriéndonos con él los rostros en un intento por relegarnos del entorno, abismados en nosotros mismos.
Mis manos corrían centímetro a centímetro el relieve de su cuerpo notando en la tersura de su carne el temblor que la dominaba. Insignificante frontera las ropas que nos separaban y no obstante, lo mismo hubiera sido un muro, porque el sentimiento que nos embebía a los dos satisfacía nuestros sentidos más allá del placer físico.
- ¿Te acordarás de mí? -me preguntó con tono de súplica- ¿me escribirás?
- ¡Claro que te recordaré! Y te escribiré a menudo.
- Sí, pero...
Algo quería añadir comprometiendo nuestra relación, y para evitarlo, la interrumpí...
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La lluvia había refrescado el ambiente y me apetecía más que otras veces ir a dormir, era muy agradable cobijarse con mantas en pleno verano si la noche era fresquita. Cuando terminé de cenar, pasé por el escritorio de la funeraria a recoger la novela que leía. Di un último vistazo al depósito, me aseguré de que las ventanas de la planta baja y la puerta de la casa estuviesen cerradas por si volvía a llover y subí a mi “alcoba” un poco a tientas porque ya oscurecía.
Un quinqué de aceite o una vela me prestaba la luz que precisaba para desvestirme y leer un rato antes de dormir. Esa noche como todas, cerré el libro sobre las once, cuando las letras empezaban a bailar ante mis ojos pero, sobre la una desperté porque algo me inquietaba y no era capaz de mantener la postura más de diez minutos seguidos.
Adormilado aún, percibía sonidos que no eran los habituales de la contracción de la madera a los que ya me había acostumbrado. Unos leves ruidos, un intermitente plaf, plaf, resonaba en las paredes sin la intensidad suficiente para despertarme del todo. Luego, un mínimo roce próximo a mi oído, después una ligera presión en mi cuerpo ejercida sobre las mantas. Todo tan suave, tan liviano que, si bien no bastaba para sobresaltarme y recobrar la lucidez, sí me impedía recobrar el sueño profundo. Sin embargo, los pequeños ruidos se intensificaron en cantidad y por fin me sobresalté cuando los toques sobre la ropa de la cama fueron múltiples.
Tomé conciencia plena y creo que mis orejas se irguieron como las de un perro cuando se pone en guardia. Ya oía con claridad los pequeños chasquidos, ya sentía sobre mí cierto hostigamiento desde los pies hasta los hombros. Noté que un cuerpo se deslizaba al interior del lecho y, tras mi cabeza un movimiento, de inmediato, el contacto de algo que hurgaba en mi cabello. Mi primer impulso fue taparme con las mantas totalmente evitando cualquier resquicio pero una de aquellas cosas había quedado cubierta conmigo profiriendo un agudo chillido cuando con mis movimientos para envolverme, quedó atrapada.
Aún me produce repugnancia recordar el tacto grasiento y peludo de aquel bicho que ignoraba qué podía ser: quizá una rata asquerosa. Por puro reflejo, de un manotazo la arrojé fuera de la cama, me arropé tanto como pude, pensando qué hacer para ahuyentar aquellos seres extraños que me hostigaban. Cada vez estaba más convencido de que eran ratas, por sus chillidos y por el leve peso de sus cuerpos que percibía a través de las mantas.
La situación era sumamente angustiosa. Por momentos aumentaban en número, de forma que tenía la impresión de estar cubierto por ellas. Advertía como intentaban encontrar cualquier descubierto para introducirse entre las sábanas, consiguiéndolo en más de una ocasión y llegando a rozar mis pies o mis costados. A patadas las expulsaba como podía.
El trance no podía prolongarse mucho más y debía encontrar una solución que me librara del asedio. Dudaba. Tapado cabeza y todo empezaba a sentir la falta de oxígeno, sudaban todos los poros de mi piel y me resultaba difícil mantenerme tranquilo y razonar con serenidad. Al fin, opté por deslizarme envuelto con la ropa de la cama, hasta alcanzar la vela y las cerillas que debían estar próximas.
Poco a poco, evitando los movimientos bruscos y procurando no dejar resquicio alguno, llegué hasta el lugar dónde esperaba encontrar lo que buscaba. Saqué la mano, estiré el brazo y lo alcancé. Un arañazo me hizo retirarlo bruscamente, pero tuve tiempo de coger la vela y las cerillas.

LA ENCINA DEL ROQUEDAL



Un corto tramo del capítulo 1º

Mientras sube la calle Mayor camino del Valdés va pensando en visitar a tío Julián. Le intriga la historia de la encina y si es cierto que le pasó lo que cuenta le gustará escucharlo en su propia versión. No puede creer en aparecidos, no, sin embargo, lo que no confiesa a nadie es que la noche que cruzó el cementerio porque se quedó dormido en la iglesia, la ropa no le rozaba la piel del cuerpo, y en un lugar que se supone en silencio, le llegaba con claridad todo tipo de sonidos y murmullos. No pudo saber cómo saltó la tapia de dos metros.
Ahora bien –se decía para disculpar el miedo que sintió –a ver quien se hubiera detenido ante aquella cruz caída.
Se encontraba en el suelo junto a una tumba de mármol rosa y, en su carrera, no la descubrió hasta que tropezó con ella sin poder evitar que uno de sus pies pisara en el cruce mismo de los brazos. Le pareció un sacrilegio y volvió sobre sus pasos para colocarla sobre la lápida. A la luz de una media luna en creciente, aún baja en el horizonte, se alargaban las sombras de los mausoleos, ángeles inmóviles y cipreses contorneando sus relieves. Su argento daba de lleno sobre la losa y pudo leer con claridad “AURORA” y debajo: “20 AÑOS”. Y, por un instante se inhibió del entorno con un pensamiento para la joven repitiendo su nombre –Aurora… que contraste con esos años.
–Pero que horror cuando lo pienso, sentía en la espalda la sensación de que una pluma de ave me acariciaba la columna vertebral y se me puso la carne de gallina. Se movían las ramas de los árboles sin que me pareciese fuese el viento. ¡Cómo deseaba girar la cabeza para comprobar que estaba solo! No obstante, un sexto sentido me gritaba ¡Corre, corre y no mires atrás! Tres, cuatro lucecitas brillaban entre unas matas. Serán luciérnagas –me dije – pero cualquiera se paraba a comprobarlo y otra vez la voz en mis oídos ¡Corre, corre y no mires atrás! Y corrí, ¡madre mía si corrí! ¿Por qué será que en la noche intimida tanto el Campo Santo?
Y así, recordando y discurriendo conjeturas sobre si falso o verdadero el deambular de los espíritus, rebasa ya las últimas casas del pueblo y mira con respeto las puertas y ventanas cerradas. Los patios cubiertos de matorral, muros en ruina y tejas desprendidas de los tejados que denuncian el abandono. Nunca antes había parado cuenta y sabe que también en Benaque, Valdés, Jacamón y en todos los pequeños pueblos o caseríos que conoce en la comarca hay casas que no vive nadie. En cambio, esta tarde se le antojan caserones en cuyo interior quizá se oigan por las noches un arrastrar de cadenas y lamentos.
Doscientos metros más arriba, tras una pronunciada curva que sortea el primer roquedo, aparece a lo lejos la gigantesca encina.
Daniel, que la mira con mayor detenimiento que otras veces en tanto que su respiración se agita, casi duda en seguir o, bajar hasta la rambla por el camino que le recomendó su abuela.

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