martes, 11 de noviembre de 2008

EL JURAMENTO DE DON ANTONIO PIÑEIRO


Novela de 150 páginas cuya acción transcurre en una pequeña aldea de Galicia y en la que el protagonista vive sucesos de difícil explicación.
Se insertan dos breves tramos de los capítulos 5 y 7
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(Dos ediciones, ambas agotadas)
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... - ¡Carmiña, Carmiña! Encontraras un joven que se enamorará de ti, y tú de él, aquí o allá, y verás que la vida es para vivirla con ilusión pero, entretanto, no te aflijas. –Y sin medir bien mis palabras dejé escapar mis sentimientos, agregando -Si yo fuera uno de esos mozos que viven aquí... o tu habitaras en mi ciudad... -no podía contenerme y me entusiasmaba prendido en sus pupilas. Su boca se me antojaba diseñada por los dioses guardando en su interior tósigos de meigas para encender el amor. Los labios, corazón abierto con vida propia que podían robarte tu propia vida. ¿Cómo sería un beso de aquella sílfide? Incapaz de seguir hablando notaba como mi pulso se aceleraba y se me entrecortaba la voz. También ella debió notarlo y correspondía acompasando su respiración al ritmo de la mía.
Sin meditar las consecuencias que no me importaban en aquel momento, di rienda suelta a mis deseos y aproximándome más a ella, le dije -¿Me dejas?- mientras tomaba su trenza y la descomponía hasta que su mata de pelo quedó suelto, ondulante tras su espalda. Parecía una virgen, o una bacante, o ambas a la vez para mi anhelo. Un rostro frente al otro, tan cerca, que podía ver en sus pupilas mis propios ojos codiciosos. La fantasía de mis jóvenes años se me desbordaba y le hubiera compuesto mil poemas en aquel instante.
Penetró en mi ser con su mirada unos segundos antes de entornar los párpados, movió imperceptiblemente los labios en ofrenda a mi deseo y... me fundí con ella. No encuentro otra expresión para evocar ese recuerdo. Uno sólo de dos cuerpos, una sola de dos almas. En tanto duró aquel beso… conocí el Cielo.
Regresábamos a la aldea avanzada la tarde. Caminábamos cogidos de la mano por el arcén de la carretera, ella a mi derecha, a mi izquierda: la bicicleta asida del sillín y en el porta-paquetes los cestos y las truchas.
Como no deseábamos ser vistos y quizás con otra intención que no confesábamos, tomamos a poco una senda que se adentraba en el bosque dando un pequeño rodeo que ofrecía un paisaje encantador, además, ocultaba de miradas indiscretas.
De no estar mi atención presa por Carmiña, hubiera sido un placer contemplar la variedad de su fronda. Pinos, encinas y robles se entremezclaban confundiendo su ramaje y bordeando el arroyo junto al que caminábamos. Una hilera de gigantescos eucaliptos ocultaba el cielo. Como remate, en un propósito de no dejar huecos, las acacias silvestres cubrían los espacios libres a ambos lados del torrente. Nada faltaba, el rumor del agua brincando entre las piedras, el enjambre de gorriones, vencejos, zorzales y pardillos que a esa hora se recogían hendiendo el silencio del lugar con sus alborotados trinos... No cabía más, no podía encontrar mejor marco para cortejar a la joven.
Incapaces de andar cien metros sin detenernos, rivalizábamos por acariciarnos. Sabor a miel eran sus besos y mientras uníamos los labios jugaba con su cabello, cubriéndonos con él los rostros en un intento por relegarnos del entorno, abismados en nosotros mismos.
Mis manos corrían centímetro a centímetro el relieve de su cuerpo notando en la tersura de su carne el temblor que la dominaba. Insignificante frontera las ropas que nos separaban y no obstante, lo mismo hubiera sido un muro, porque el sentimiento que nos embebía a los dos satisfacía nuestros sentidos más allá del placer físico.
- ¿Te acordarás de mí? -me preguntó con tono de súplica- ¿me escribirás?
- ¡Claro que te recordaré! Y te escribiré a menudo.
- Sí, pero...
Algo quería añadir comprometiendo nuestra relación, y para evitarlo, la interrumpí...
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La lluvia había refrescado el ambiente y me apetecía más que otras veces ir a dormir, era muy agradable cobijarse con mantas en pleno verano si la noche era fresquita. Cuando terminé de cenar, pasé por el escritorio de la funeraria a recoger la novela que leía. Di un último vistazo al depósito, me aseguré de que las ventanas de la planta baja y la puerta de la casa estuviesen cerradas por si volvía a llover y subí a mi “alcoba” un poco a tientas porque ya oscurecía.
Un quinqué de aceite o una vela me prestaba la luz que precisaba para desvestirme y leer un rato antes de dormir. Esa noche como todas, cerré el libro sobre las once, cuando las letras empezaban a bailar ante mis ojos pero, sobre la una desperté porque algo me inquietaba y no era capaz de mantener la postura más de diez minutos seguidos.
Adormilado aún, percibía sonidos que no eran los habituales de la contracción de la madera a los que ya me había acostumbrado. Unos leves ruidos, un intermitente plaf, plaf, resonaba en las paredes sin la intensidad suficiente para despertarme del todo. Luego, un mínimo roce próximo a mi oído, después una ligera presión en mi cuerpo ejercida sobre las mantas. Todo tan suave, tan liviano que, si bien no bastaba para sobresaltarme y recobrar la lucidez, sí me impedía recobrar el sueño profundo. Sin embargo, los pequeños ruidos se intensificaron en cantidad y por fin me sobresalté cuando los toques sobre la ropa de la cama fueron múltiples.
Tomé conciencia plena y creo que mis orejas se irguieron como las de un perro cuando se pone en guardia. Ya oía con claridad los pequeños chasquidos, ya sentía sobre mí cierto hostigamiento desde los pies hasta los hombros. Noté que un cuerpo se deslizaba al interior del lecho y, tras mi cabeza un movimiento, de inmediato, el contacto de algo que hurgaba en mi cabello. Mi primer impulso fue taparme con las mantas totalmente evitando cualquier resquicio pero una de aquellas cosas había quedado cubierta conmigo profiriendo un agudo chillido cuando con mis movimientos para envolverme, quedó atrapada.
Aún me produce repugnancia recordar el tacto grasiento y peludo de aquel bicho que ignoraba qué podía ser: quizá una rata asquerosa. Por puro reflejo, de un manotazo la arrojé fuera de la cama, me arropé tanto como pude, pensando qué hacer para ahuyentar aquellos seres extraños que me hostigaban. Cada vez estaba más convencido de que eran ratas, por sus chillidos y por el leve peso de sus cuerpos que percibía a través de las mantas.
La situación era sumamente angustiosa. Por momentos aumentaban en número, de forma que tenía la impresión de estar cubierto por ellas. Advertía como intentaban encontrar cualquier descubierto para introducirse entre las sábanas, consiguiéndolo en más de una ocasión y llegando a rozar mis pies o mis costados. A patadas las expulsaba como podía.
El trance no podía prolongarse mucho más y debía encontrar una solución que me librara del asedio. Dudaba. Tapado cabeza y todo empezaba a sentir la falta de oxígeno, sudaban todos los poros de mi piel y me resultaba difícil mantenerme tranquilo y razonar con serenidad. Al fin, opté por deslizarme envuelto con la ropa de la cama, hasta alcanzar la vela y las cerillas que debían estar próximas.
Poco a poco, evitando los movimientos bruscos y procurando no dejar resquicio alguno, llegué hasta el lugar dónde esperaba encontrar lo que buscaba. Saqué la mano, estiré el brazo y lo alcancé. Un arañazo me hizo retirarlo bruscamente, pero tuve tiempo de coger la vela y las cerillas.

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